LA DESTRUCCIÓN DE LA ENSEÑANZA
Fernando García de Cortázar
Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad
Abc, 19 de mayo de 2013
Las recientes movilizaciones en defensa de la enseñanza pública podrían llevar a un
grave error de análisis. Porque, en contra de lo que dicen los
excitados manifestantes, la educación no está sufriendo los resultados
de una depresión económica o los efectos de una mala gestión
gubernamental. A una agitación tan clamorosa, que dice salir en defensa
de principios esenciales como el derecho a la educación o la salvación
de la cultura, debería pedírsele un poco más de ambición en sus juicios, un poco más de coraje en sus denuncias. Reducir
la rebelión en las aulas a una simple defensa del puesto de trabajo o a
las condiciones contractuales en que éste se ejerce empieza
a provocar hartazgo. Empieza a provocar mareo la halitosis ideológica
con que se manejan palabras solemnes que nada tienen que ver con lo que
está ocurriendo. Empieza a resultar agotador que España sea incapaz de abordar los temas en los que debería basarse su regeneración para
encarar los tiempos difíciles. Y todo porque, en un largo verano de
frivolidad, ni nos planteamos la necesaria provisión para afrontar el
invierno de nuestro descontento.
Como hemos consumido una a
una las reservas de nuestro lenguaje, hemos llegado a lo más hondo de
la crisis sin palabras significativas que orienten nuestro conocimiento.
Ni siquiera estamos de acuerdo en cómo referirnos a nuestros problemas. El terrorismo exige llamarse conflicto vasco. La impugnación de la unidad constitucional de España, soberanía
popular. El clientelismo electoralista, defensa de los ciudadanos. La
indiferencia moral, laicismo progresista. La desnacionalización de la
cultura, respeto a la diversidad. El desprecio por el mérito, igualdad
de oportunidades. La renuncia a la complejidad intelectual, respeto a la
audiencia. La destrucción de la enseñanza, pedagogía. El problema de
España no reside en la envergadura de sus dificultades, sino en esa
absurda carga de complejos que llevamos a nuestras espaldas. Cuando se
prefiere una mentira consensuada a la verdad, es que estamos ante una
sociedad enferma, ante una nación sin pulso, ante una ciudadanía
melancólica que decide esquivar los desacuerdos en vez de mantener en pie sus principios.
Los inquietos defensores
de la escuela pública y de la calidad de la enseñanza que han llenado
las calles de las ciudades españolas no sólo están equivocados, sino que
son, ellos mismos, el
síntoma de una equivocación. Posiblemente, del error más grave que se
cometió en los años en que debíamos haber puesto los fundamentos de un
sistema educativo y preferimos atender a otras reivindicaciones, cuya satisfacción suponía la pacificación de un sector en conflicto, pero a costa del grave daño que se causaba no sólo a nuestra enseñanza, sino al conjunto de valores con los que se pretendía armonizar la labor de preparación profesional y la rectitud cívica de los jóvenes y adolescentes.
Dejemos de lado ya las
coartadas de estas movilizaciones: aquí nadie está luchando en defensa
de la cultura, de la igualdad de los ciudadanos en su acceso a la
enseñanza, de los mejores recursos para que nuestros estudiantes
adquieran preparación profesional y formación científica. Aquí se
plantean legítimas reivindicaciones laborales, elementos de negociación
en un conflicto que no puede dejar de considerarse
en lo más profundo de una crisis que afecta a los recursos con los que
cuenta el Estado para atender sus servicios. No aceptemos entrar en la
habitual inflamación del lenguaje, en la acostumbrada hipérbole que
justifica la defensa de los intereses de un grupo convirtiéndolos en
causa de todos, en interés común, cuando no, como es ahora el caso, de
la defensa de la cultura frente a la barbarie ministerial. Con lo que hemos llegado a ver en estos años, la demagogia nos coge confesados.
Vamos a lo que cuenta. Vamos a lo que verdaderamente tiene que ver con
el estado de nuestro sistema educativo. Vamos a lo que ha sido una
infatigable tarea de demolición de todo aquello que se
consideraba una enseñanza capaz de cumplir lo que prometía a los
ciudadanos: la recompensa al esfuerzo, la preparación técnica, la
solvencia científica, la promoción justa en una sociedad abierta, el
vigor de una cultura que permitiera adquirir conciencia social y
destreza profesional al mismo tiempo. Entonces, cuando empezábamos la
andadura de nuestra democracia, era cuando debían haberse alzado las
voces para que todo el mundo entendiera que la nueva España sólo podría
cumplir sus expectativas respetándose a sí misma, siendo una nación por
fin dispuesta a ofrecer una verdadera igualdad de oportunidades, por fin
preparada para recompensar el mérito de quienes se esforzasen, por fin
exigente con la calidad de su profesorado, por fin rigurosa con quienes
debían estar bajo el amparo de una verdadera autoridad académica.
Cuando todo empezaba, en
la constitución de España como una democracia moderna, de cuyo sistema
educativo dependía la mayor parte de su calidad social, se prefirió
seguir otro camino que nada tenía que ver con el rigor, con
la igualdad ni con la libertad, aunque estas palabras flotaran, como
restos de materia orgánica cultural, en los discursos reivindicativos y
en las ordenanzas ministeriales. La autoridad de los docentes fue
devastada por una legislación que la identificó miserablemente con el
autoritarismo. La distinción del trabajo personal fue sustituida por la
unánime mediocridad. El derecho de los enseñantes a una promoción basada en los méritos cedió el paso a la acumulación de inertes años de servicio. El
ambiente de las aulas abandonó cualquier carácter formativo, entregado a
una penosa mezcla de excitación pedagógica y renuncia a la complejidad
del conocimiento. La participación de los padres en la formación de sus
hijos dio paso a la inaudita insolencia con la que solicitaban que se
les regalaran títulos académicos, y a la no menos preocupante capacidad
de amedrentar a aquellos profesionales que trataban de inculcar un
mínimo sentido del decoro y la disciplina a sus alumnos.
No es que la crisis y, mucho menos, la malevolencia de un equipo ministerial amenacen la
enseñanza pública. Es que la previa destrucción de la enseñanza ha
disminuido nuestros recursos para hacer frente a la crisis. En ninguna
parte como en España se ha vivido a tanta velocidad y con tal profundidad el
agotamiento de referencias culturales, la carencia de sentido ético en
la vida social, la aspiración al medro, la picaresca en la promoción, la
relajación de nuestra rectitud moral. Todo ello tiene que ver con el
periodo de formación de varias generaciones de españoles: fue más fácil
ceder a las presiones de la demagogia, de los intereses corporativos, de las expectativas lacias de los perezosos y de la sobreactuación infantil de padres protectores.
A todos esos ingredientes
se sumó una disposición a ceder que no fue tolerancia política, sino
simple falta del sentido del deber con aquel pasado que era nuestro
presente. De la inmadurez de los ciudadanos y de la irresponsabilidad de
sus representantes podrá brotar la inercia, pero nunca el futuro. De
aquel sueño de un sistema educativo a la altura de nuestra ilusión por
construir una sociedad justa, dispuesta a cumplir las legítimas
aspiraciones de quienes más se esfuerzan, sólo quedan los restos de un
viaje asaltado por la demagogia y rendido por la cobardía. Es, de nuevo, aquella España que pasó y no ha sido. Es, de nuevo, aquella España en vano.
Fernando García de Cortázar.
Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad